Los múltiples daños sociales de una imputación dolosa
14 octubre, 20199:42 pmAutor: José Enrique González RuizOpinion
“Hoy resulta que es lo mismo/ ser derecho que traidor,
ignorante, sabio o chorro, / generoso o estafador…/
¡Todo es igual! ¡Nada es mejor!
Lo mismo un burro/ que un gran profesor.
No hay aplazaos ni escalafón, los ignorantes nos han igualao.
Si uno vive en la impostura/y otro roba en su ambición,
da lo mismo que sea cura, colchonero, Rey de Bastos, caradura o polizón.”
Tango Cambalache, letra de Enrique Santos Discépolo, canto de Carlos Gardel
El origen de una difamación
Al posgrado en Derechos Humanos de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México (UACM) le ha ido siempre muy bien. Imparte la maestría en tan delicado y actual tema en México y cuenta ya con 5 generaciones de egresadas y egresados. Aunque no ha conseguido mejorar los índices de titulación que, en promedio, tienen los estudios llamados de tercer nivel en el país, sí ha ganado un reconocimiento que se expresa en sus numerosos contactos académicos con instituciones educativas y en una demanda muy sostenida de ingreso. Se ha cuidado, además, el respeto a la asistencia de los maestrantes y su participación en clase, así como la calidad de los trabajos recepcionales.
Para mantener la comunicación del trabajo docente con el mundo real de los derechos humanos, desde el primer semestre de 2010 se imparte todos los martes hábiles del año, por la tarde, un diplomado totalmente abierto (es decir, sin requisitos de orden académico para cursarlo), al que se invita como ponentes no sólo a profesores e investigadores de dentro y fuera, también a protagonistas de la lucha por la vigencia real de los derechos humanos (miembros de organizaciones no gubernamentales, víctimas de agresiones del estado u otros grupos de poder, defensores de comprobado compromiso). El principio que rige la actividad es el compromiso con las víctimas.
El diplomado lo coordinaba en 2013 la licenciada en psicología Clemencia Correa González, con quien había hecho una gran amistad. Por mi parte, yo coordinaba el posgrado en Derechos Humanos, sin cargo formal, sin nombramiento, más que de mis compañeros de academia y sin remuneración adicional. Correa no podía ser integrante de la planta docente de la maestría, porque no tenía el grado. Un día, me comunicó el profesor Hassan Dalband que vendrían de Cuba a México dos amigos muy queridos, Froilán González García y Adys Cupull, quienes querían presentar un libro sobre el Che Guevara que acababan de publicar. Como habíamos hecho en otros casos, imaginé que podríamos hacer un espacio en alguna sesión del diplomado, pero para mi sorpresa, Clemencia Correa se negó. No quise forzar los hechos y nos quedamos sin conocer la obra de los amigos cubanos. Pero sí hice saber la situación a los compañeros del colectivo y les pedí que creáramos un nuevo diplomado los jueves para que no tuviéramos que molestar las actividades de la licenciada Correa y que también contáramos con la posibilidad de atender emergencias como la de los autores cubanos.
Cuando comuniqué lo anterior a la licenciada Correa, me preguntó: ¿y quién se quedaría con el diplomado para el ingreso a la maestría? (que es cada 2 años). “La academia”, le contesté, pues no puede validar el ingreso al posgrado alguien que no pertenece a la planta académica. Explotó en furia diciendo que yo le estaba quitando su carga laboral, a lo cual contesté que no era verdad. De ahí vino una campaña de difamación que se convirtió en moobyng, con todas las características que tiene.
El inicio del largo camino represivo
En junio de 2013 llegó el licenciado Federico Anaya Gallardo, a la sazón encargado de la Oficina del Abogado General (OAG) de la UACM, al posgrado en Derechos Humanos. Llevaba una notificación para mí, en la que me comunicó –sin entregarme copia de ningún documento– que las licenciadas Clemencia Correa González y María del Carmen Rodríguez Sánchez habían presentado una denuncia en mi contra. La primera por acoso sexual y laboral y la segunda por acoso sexual. Manifestó que como no existía un procedimiento al respecto en la institución, haría una investigación que sería atestiguada por los integrantes de los Servicios para la Paz, Serapaz, organismo creado por el obispo emérito de Chiapas, Samuel Ruiz García.
Por lo antes dicho, lo de la licenciada Correa no me extrañó, pues ya de manera informal lo había hecho público, pero lo de la licenciada Rodríguez sí, puesto que con ella nunca tuve ningún desacuerdo. Se trata de una persona que llegó diciendo que era perseguida en otras áreas de la universidad, el posgrado en Estudios de la Ciudad, concretamente, y que anhelaba trabajar en un ambiente no hostil. La Academia de Derechos Humanos le abrió las puertas. Era una persona enferma, que incluso por los días de la denuncia, experimentó una biopsia de seguimiento a un trasplante de riñón que le habían hecho años antes de llegar al posgrado. En cuanto a la intervención del Serapaz me pareció estupenda, pues es un organismo que nadie podría comprar ni corromper de alguna otra forma. Anaya Gallardo mencionó también que llamaría a un grupo de expertos para que analizaran el caso y yo propuse que, por mi parte, intervinieran el obispo Raúl Vera, Consuelo Mejía, de Católicas por el Derecho a Decidir y Maricarmen Montes, de Nuestra América.
Recibí luego un oficio de la entonces coordinadora académica de la universidad, María del Rayo Ramírez Fierro, en la que me indicaba que no debía realizar actividades en mi centro de trabajo, porque “podía revictimizar” a las imputadoras. Fue dos veces que actuó de tal manera, anticipando la sanción, aunque luego inventó (por asesoría del brillante encargado de la OAG) que se trataba de un permiso para “preparar mi defensa”. Se iba armando un tribunalito, violatorio del artículo 13 constitucional, con ocurrencias sobre la marcha.
A mi esposa Adriana Terán Enríquez, quien también es profesora investigadora de la UACM, se le mantenía con un nombramiento de asignatura, a pesar de que fue tiempo completo cuando ingresó a la institución en el 2007, cargo al que se le obligó a renunciar cuando volvió a España a cursar un máster en Estado de Derecho y Acción Política, en el Ilustre Colegio de Abogados en Madrid, becada por la Fundación Carolina. Luego, cuando se le reconoció de nuevo su tiempo completo, se le condicionó un cambio de adscripción al plantel Cuautepec.
La composición del grupo represivo
Al retiro de la única rectora que ha tenido la UACM, un grupo se apoderó de la administración de la universidad. Lo conformó la parte más burocrática del movimiento, que estaba ávida de cargos y presupuestos. Se quedaron con todos los cargos. Como no tenían presencia académica ni figuras de prestigio en el ámbito universitario, llamaron a dos rectores de fuera, Enrique Dussel Ambrosini y Hugo Aboites Aguilar, quienes prestaron sus nombres. El saldo es de desastre, pues no tuvieron proyecto propio ni –al parecer– comprendieron el que avala la ley y el estatuto. En realidad, quien gobernó fue Federico Anaya, quien se valió de un enredado discurso seudo jurídico que impresionó a muchos. Anuló a sus adversarios de dentro, como al contralor general, al cual se privó de facultades sancionatorias que la ley le concede mediante un inusitado acuerdo del Consejo Universitario y se convirtió en el factótum, un poder tras el trono, a la manera de Rasputín. Puede afirmarse que en la UACM se vivió El Federicato.
Los resultados del experimento de gobierno son deplorables: continúan sin mejorar los principales problemas internos, al grado de que se le expone a la crítica feroz de los enemigos de la educación pública, que desde siempre la tienen en la mira. Incluso puede ser víctima de medidas de orden político-administrativo por parte de las autoridades del gobierno de la Ciudad de México. El grupo en la administración se fortaleció cuando mantuvieron la dirección del sindicato y se diluyeron los agrupamientos estudiantiles que participaron en la huelga. De hecho, controlaba todo. Ellos ponían y disponían, ante dos rectores ausentes en los hechos.
La UACM es un espacio privilegiado de libertades. Es la más reciente (y ojalá no la última) universidad pública creada por el estado mexicano, en medio de la tormenta neoliberal. Pero hay que reconocer, no es el lugar perfecto, tiene aún muchas tareas pendientes y las debe hacer por sí misma, sin que se las impongan un día sus adversarios. En lugar de asumir los retos –lo cual parte, obvio, de reconocerlos– la burocracia se llenó de soberbia y se dedicó a expulsar a quienes estorbaran a sus propósitos. Olvidó que “universidad” es un concepto que tiene su origen en “universalidad”, que es donde cabemos todos.
Con el tiempo, la soberbia se les revertiría, pues por ejemplo a Federico Anaya lo despidieron porque a su vez, se dio el lujo de despedir trabajadores de la OAG, quienes ganaron sendas demandas ante las juntas de Conciliación y Arbitraje. Lo que representó un alto gasto para la UACM. Hay quien afirma que se pagaron 8 millones de pesos por indemnizaciones.
Los daños de una imputación dolosa: los rectorados que no existieron
Tanto Enrique Dussel como Hugo Aboites llegaron a la rectoría precedidos de fama como académicos. El primero es filósofo y escribe sobre temas de emancipación social, en tanto que el segundo es nada menos que asesor de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE) y escritor de La Jornada. Nadie creería que se sienten cómodos en lo anodino, en lo insustancial. El primero aprovechó, para despedirme, la denuncia en mi contra que fue presentada por Clemencia Correa y Carmen Rodríguez y el segundo nadó de muertito por 4 años. Dieron la impresión de que su único interés era disfrutar del relumbrón que da la rectoría, y retirarse a sus respectivas instituciones una vez transcurrido el plazo del encargo.
El grupo que en realidad ejercía el mando en la UACM se fue consolidando, pero también fue cometió errores. No hubo nunca claridad acerca de cuál era su proyecto de desarrollo universitario y sí muchas pruebas de su intransigencia y su deseo que eternizarse en la administración. En la UACM no hubo publicaciones destacadas en el lapso, ni se enfrentó con decisión los problemas de fondo que tiene. Incluso se atacó a los proyectos que lograron un desarrollo exitoso como el Programa de Educación Superior en Centros de Readaptación Social (Pescer). La burocracia engordó y lo escolar solo creció en números, pero no en resultados.
Mi despido formó parte de un embate contra el posgrado en Derechos Humanos, que fue señalado como un centro donde no sólo había múltiples problemas de orden académico, también donde se discriminaba a las mujeres. Se impidió por años que la carrera de derecho se instalara en planteles abiertos (sólo funcionaba en los reclusorios). Todo para que los hegemónicos no tuvieran competencia dentro.
El tribunalito de Federico Anaya
En lugar de presentar sus denuncias ante las autoridades competentes, el encargado de la OAG decidió crear una suerte de tribunal compuesto por tres “expertas”, que escucharan a las partes involucradas y decidieran mi suerte. Tres personas fueron designadas como una especie de jueces, Patricia Matilde Valladares de la Cruz, Inés González Nicolás y María Alejandra Sánchez Guzmán (a propuesta explícita de Andrea Medina Rosas, quien funge como abogada de las imputadoras). Las personalidades que yo propuse no fueron tomadas en cuenta, a pesar de que tienen una calidad moral indiscutible. Serapaz decidió no intervenir en el asunto, lo cual dejó el procedimiento sin respaldo ético.
Mis entrevistas con “las expertas” fueron ríspidas, pues su prejuicio afloró de inmediato. Patricia Valladares se burló de mí en presencia de mi esposa, la doctora Adriana Terán Enríquez. No sabíamos entonces que sus servicios eran pagados por la Oficina del Abogado General. Y, como ya se sabe que el que paga manda, fueron contratadas para decir que yo era culpable. Vino después la segunda fase de la farsa de Anaya: una suerte de juicio laboral, donde fungió como juez, después de ser el ministerio público. Hasta llevaba un mallete y un martillito de madera, para “darse respetabilidad”. Dijo que las imputadoras no serían convocadas a las sesiones, para no “revictimizarlas”. Por ello, nunca hubo oportunidad de repreguntarles.
Como el Sindicato Único de Trabajadores de la UACM (SUTUACM) estaba también bajo el control del grupo hegemónico, sólo hicieron una presencia formal en el tribunalito. Nunca tomaron la palabra a mi favor, de modo que su participación fue simbólica. Aunque respeto a las personas que hicieron acto de presencia, nada tengo que agradecer a la organización laboral. Mi defensa la llevaron mi esposa y mi hermano José Lamberto. Pusieron los puntos sobre las íes, junto con mis testigos Carlos Fazio, Pilar Calveiro y Gabriela González, los tres del posgrado en Derechos Humanos, que nos conocían perfectamente, tanto a Clemencia Correa como a mí. Dieron plena fe de mi trato respetuoso y amable con todas y todos quienes ocurrían a mi cubículo. Lo más importante, aparte de los tiempos de la prescripción de la acción laboral en mi contra, fue que nunca hubo circunstancias de tiempo, lugar y modo en las imputaciones.
Un hecho de la mayor relevancia fue que Carlos Fazio fue repreguntado por la abogada Andrea Medina Rosas durante 13 horas, intentando vanamente que me inculpara de alguna conducta indebida o ilegal en contra de las denunciantes. En alguna de las sesiones del tribunalito, la misma abogada intentó involucrarme con el grupo guerrillero Ejército Popular Revolucionario (EPR). La considero una persona capaz de cualquier maniobra con tal de salirse con la suya, al grado de que años después dejé de asistir a las audiencias de la Junta de Conciliación y Arbitraje, para no correr el riesgo de que se tirara al suelo y dijera que la estaba agrediendo.
La sentencia de Federico Anaya es un monumento a la incongruencia y desfachatez. En su parte nodal reconoce que no hay pruebas de lo que me imputan, pero considera que en el posgrado en Derechos Humanos existe un clima propicio para que se vulneren los derechos de las mujeres. Pura y vil fantasía. De modo que fui despedido vergonzosamente de mi trabajo de profesor investigador de la Maestría en Derechos Humanos de la UACM, con base en lo que Anaya denominó “prueba periférica”. Sus seguidores aplaudieron su “creatividad”, violatoria de mis derechos humanos.
El juicio laboral
La Junta Especial número 16 de la Local de Conciliación y Arbitraje ha tardado en resolver el caso. Admitió que las cuatro mujeres que me acusan son “terceras interesadas” en el juicio laboral, lo que ha originado que sean cuatro años de trámites y no se haya cerrado aún la instrucción en el juicio que promoví contra la UACM por despido injustificado.
Recién me enteré que Federico Anaya maniobró para que el contralor de la UACM dejara de ejercer sus facultades sancionatorias (previstas en el Estatuto General Orgánico, que fue “suspendido” a sugerencia del propio Anaya), de modo que cuando determinó que el encargado de la OAG –o sea el mismo Anaya– violó los preceptos que rigen su actuación como servidor público, simplemente mandó el expediente al Consejo Universitario, que se convirtió en su protector y cómplice, al no decir una palabra de lo expresado por el contralor. El grupo hegemónico funcionaba como mafia.
Las audiencias en la Junta son muy espaciadas. Se fijan hasta 3 ó 4 meses después de que son suspendidas porque falta notificar a alguna de las personas que van a participar. Si bien Anaya no está más en la UACM, dejó bien enredado el asunto, de tal forma que se ha retrasado enormemente. Y mientras, al interior de la universidad, el grupo hegemónico se dio gusto dejando pasar impunemente el tiempo. Al fin y al cabo soy yo quien no ha cobrado ya por más de 100 quincenas.
El daño moral se extendió a mi esposa y a mis hijos
Valiente y arrojada, mi esposa ha enfrentado a quienes conforman la jauría alrededor de las denunciantes y su abogada. Fue arteramente atacada por algunas de sus “compañeras” profesoras en la carrera de derecho. Seudo intelectuales del feminismo latinoamericano como Francesca Gargallo, le reclamaron que me defendiera. Y le echaron encima a las llamadas feminoides, que plantean que las mujeres nunca mienten cuando hacen acusaciones de orden sexual, en tanto que los hombres siempre mentimos.
Cuando estaba embarazada de nuestro segundo hijo (el hoy gentil y avezado Guillermo Adrián), mi esposa obtuvo medidas precautorias de la Comisión de Derechos Humanos del (entonces) Distrito Federal. Nunca fueron cumplidas, Federico Anaya se permitió el lujo de burlarse, a sabiendas de que gozaba de plena impunidad al interior de la UACM. Vimos con toda crudeza la casi nula utilidad de los organismos gubernamentales.
La burocracia empoderada en la UACM mantuvo a mi esposa en situación de constante amenaza. Fue hasta 2 años después que consiguió que la reubicaran al plantel del Valle, donde se imparte el posgrado en Derechos Humanos. Aquí también fue hostigada por algunos estudiantes y docentes que profesan el falso feminismo que se basa en el odio a los hombres. Aun cuando existen resoluciones firmes de las comisiones de Derechos Humanos, en el sentido de que deben respetarse las medidas precautorias a favor de la doctora Terán Enríquez, son un tema pendiente. Salió ya el rector Aboites, quien se fue por la puerta de atrás, con más pena que gloria. Mi otro hijo, José Enrique, nos ha escuchado hablar del asunto desde hace casi 7 años y es probable que algo le haya afectado, lo mismo que a Guillermo Adrián.
Mi interpretación de los hechos
Como decidí participar en la contienda por la rectoría de la UACM, lo cual considero una aspiración legítima, sé que entré al sucio mundo de la política. No milito en partido o agrupación ninguna, de modo que me respaldan solo aquellos que confían en mí. Y todo el que se sube al ring recibe golpes, pocos o muchos, pero los recibe.
Para el grupo que detentó por 6 años la hegemonía en la universidad, la denuncia de Correa y Rodríguez cayó como anillo al dedo. Federico Anaya fue comisionado para armar un tribunalito y echarme de la universidad, deshaciéndose así de un contendiente. El feminismo rabioso, por su lado, encontró un caso ad hoc para desplegar otra campaña contra los hombres, con un ambiente propicio por los fenómenos que ocurren a nivel nacional e internacional.
Las publicaciones que dañan mi reputación abundaron hace 4 años y muchas permanecen en internet. Fui condenado de antemano incluso por organismos que tenían seriedad, como la Red Todos los Derechos para Todos o el Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro Juárez. Cencos dio cabida a una conferencia de prensa en la que me difamaron Tania Rodríguez Mora (quien acaba de perder la contienda para ser rectora de la UACM), Camilo Pérez Bustillo (quien trabajó en el posgrado en Derechos Humanos y simuló ser mi amigo) y Mariana Berlanga, profesora de la institución. Todo fue dando forma al moobyng, pues cuando dos pájaras dieron un picotazo en mi cerebro, otras corrieron a tratar de hacer lo mismo.
Mi esposa recibió recriminaciones por no sumarse a las hordas difamadoras. A profesoras que habían trabajado cerca de nosotros, como la cubana Mylai Burgos Matamoros, las agredieron con ferocidad. Una de las denunciantes, Carmen Rodríguez, se dijo víctima de la madre de mis dos hijos mencionados, tratando de dañar su relación con la UACM. Esplendían los elementos del moobyng, pues quienes lo aplican no sólo quieren lesionar a su objetivo principal, también a todo aquel que lo apoye o que simplemente esté a su alrededor. Todo para difundir la ideología del odio a los hombres.
En la Junta de Conciliación y Arbitraje dieron espacio a las falsas feministas, representadas por Andrea Medina Rosas. Se les admitió como terceras interesadas, como si con la recuperación de mi empleo, recibieran algún daño. Es una cofradía de activistas a favor del feminismo antihombres.
En resumen
Como docente investigador del posgrado en Derechos Humanos de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México, fui imputado por dos mujeres de agresor sexual y laboral. Fui sancionado de antemano y sometido a un juicio cuya sentencia estaba dictada de antemano y era en mi contra. Llevo más de 4 años separado de mi empleo sin cobrar salario, aunque no han podido dañar mi situación familiar ni mi trayectoria como profesor universitario y como defensor de derechos humanos.
Pueden los denunciantes, con la complicidad de instancias encargadas del asunto, prolongar la decisión un tiempo más (indefinido). Ganarían quienes viven del feminismo violento, que atemoriza a muchos funcionarios del sistema.
Aun cuando sostengo comunicación con alumnos y docentes del posgrado en Derechos Humanos de la UACM, la relación es con el carácter de “externo”. Lo justo es que se me reinstale y se me reconozcan los derechos que durante años han sido violentados. Sobre las comisiones gubernamentales de Derechos Humanos es iluso esperar resultados, pues hasta ahora no han dado señales de querer comprometerse con el caso.
Un dato interesante es que el grupo hegemónico que me agredió ha perdido la rectoría, el Consejo Universitario y la dirección del sindicato. Se abren las posibilidades de que se haga justicia. Sin falsas expectativas, es factible que se pueda recuperar lo perdido. De no ser así, continuaré luchando por mis derechos en instancias nacionales e internacionales, para restaurar mi honor y limpiar mi nombre de toda la basura que le han echado las imputadoras y los grupos de seudo feministas que han malversado la lucha de los derechos de la mujer.
Me alienta la publicación del libro de Marta Lamas (Acoso ¿denuncia legítima o victimización?), porque contiene un punto de vista equilibrado: no deja de reconocer que las mujeres han sufrido violencia, pero no condena sin pruebas a los hombres. Entre los daños que causa una imputación dolosa, sin duda el más severo es el del señalamiento público, que ha llevado a algunos hombres al suicidio. Por mi parte, no me suicidaré, no bajaré la guardia y dejaré a mis hijos un nombre limpio y digno.
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